Yo en la vida sólo he tenido dos revelaciones. Y la dos se me repiten constantemente.
La primera es que el olfato es el sentido más cercano a la memoria. El sexo huele a miel amarga, la enfermedad huele a mierda y la lluvia de finales febrero huele a primavera escondida. No se olvidan nunca.
La segunda es que la gente es gilipollas. Cree lo que quiere creer. Lo que le gusta creer o lo que le da miedo. Siempre lo que le obliga a mantenerse en su zona de confort, en sus ideas o, mejor dicho, en ésas que le enseñaron. O bien es en la existencia de la democracia o en bien en la del lobo feroz.
Desde hace dos años, me acuerdo de esto cada día. Desde que nos vinimos mi hermana y yo a vivir al pueblo de mi padre. El de mi madre quedaba demasiado cerca de la carretera nacional, de la civilización. En resumen, de la guerra y de la inhumanidad.
Antes era un pueblo precioso, con los campos amarillos, con el valle verde abajo. Pero ahora huele siempre a miedo. Desde el primer día. Había días que olía más. Esos días se mezclaba con olor a carne quemada, pero no recordaba a los días de la matanza. El miedo del cerdo huele distinto al de los hombres.
Pero mi hermana no lo notaba. Porque Bela, pese a todo lo que estábamos viviendo, creía en la democracia, en la felicidad, en la bondad ajena y en las hadas madrinas. Si no hubiese sido por mí, el primer día hubiese ido a saludar a todo el pueblo. Casa por casa.
Que si hay que llamar a María, que había ido a Zaragoza para nuestra comunión. Que si la tía Angustias siempre venía el primer día de verano cuando abríamos la casa para darnos una docena de huevos y unos calabacines estupendos. Que si Rosa, la vecina, se preocupó mucho por nosotras cuando se murió mamá cinco años antes…
No eran muchos, en media tarde hubiésemos saludado a todos, pero ahora, están todos muertos. Cayeron uno detrás de otro en los únicos tres días que el pueblo tuvo forasteros. Bueno, otros forasteros aparte de nosotras. Unos guerrilleros de los partidarios de la democracia on-line. Mucha democracia y mucha cibernética pero mataron a todos para comerse lo de su huerto y robarles las tres vacas que quedaban en el pueblo.
Y si no hubiese sido por nuestras ventanas cerradas o porque el huerto lo hemos plantado escondido en el sótano, nos hubiese pasado lo mismo. Las lechugas están malísimas, pero yo puedo quejarme de eso y ellos no. Aunque la que más se quejaba era Bela.
– Quiero comer otra cosa, esto esta asqueroso.
¨Quiero salir a la calle de día, que mi piel parece un folio.
¨Quiero hablar con alguien más, Nica. Alguien nos tiene que contar qué está pasando…
Como si no lo supiésemos… Aunque siguiese sin funcionar el teléfono y el internet, si la civilización hubiese recuperado la normalidad, habríamos visto por la noche luces, o fogatas, en el pueblo de debajo de la colina. Humo saliendo de las chimeneas, gente por los caminos… Y aquí no se veía a nadie. No tenían animales y sus terrenos seguían sin estar cultivados. Mejor dicho, no había nadie que recogiese los tomates que yo perdonaba una semana más cuando me acercaba a robarles.
– Nica, la carne está cruda, si no hay nadie, ¿Por qué no podemos hacer fuego y dejar ya el horno de cristal?
No aprendió nada de la guerra en estos dos años. No había aprendido nada en sus treinta años de vida. No era distinta a como era de pequeña. Aunque las normas de supervivencia hubiesen cambiado.
Sus sonrisas de niña dulce y guapa con las que se camelaba a todos ya no le iban a conseguir golosinas. Yo nunca supe sonreír así. Pero necesitaba el cariño de los demás más que ella, igual por eso no me salía. Bela insultaba a sus espaldas a las tías que le hacían regalos. Igual que insultaba delante de mí a todos los chicos que me gustaron durante el instituto, justo antes de ligárselos. Con la misma sonrisa que yo era la única que sabía leer. Y aunque repartía conmigo la mitad de los caramelos, nunca me gustaron tanto como a ella.
Pero ahora ya nadie me diría que tengo que aprender de ella. Que tenía que cambiar mi mirada arisca. Que Bela siempre era amable, siempre se portaba bien. La niña dulce y buena.
Si hubiese querido utilizar sus sonrisas, cualquiera del pueblo nos habría traicionado durante la guerra. Ahora estaríamos las dos muertas. No entendía que no pudiese seguir consiguiendo todo. No en tiempos inhumanos.
Hasta Pedro, el del bar del pueblo de al lado, la traicionó. Aunque se acostaba con él por las noches. Pero cómo iba a pensar ella que podía pasar eso, si siempre había conseguido lo que quería gracias a los demás. Cómo contactó con él tras nuestra llegada, no tengo ni idea. Y eso que a él le tuve más vigilado que al resto del pueblo. Yo también pensé que si hubiese alguien que pudiera ayudarnos, alguien en quien confiar, sería él. Pero sólo lo pensaba por todos los veranos de instituto y universidad que pasé enamorada de él. Sólo lo creí porque quería creerlo. Porque, a veces, también soy gilipollas.
Pero no más que Bela. Además de acostarse con ella en el cementerio, Pedro quedaba algo antes del amanecer en la capilla con Marita, la hija de la peluquera del pueblo de al lado. Y fue a ella a la que le contó que sabía de un sitio donde había comida, que a la mañana siguiente le llevaba alguna.
Lo que no sabía es que yo le estaba esperando cuando saltó la tapia de nuestro jardín la noche siguiente. Lo tumbé con un golpe seco de la pala. Afortunadamente, todavía estaba lejos de llegar a la despensa, porque la poca sangre que derramé y los sesos que se le esparcieron atrajeron a todas las moscas del pueblo. Por mucho que limpié no conseguí quitar el olor a podrido. El olor de mi primer muerto. Lo sigo teniendo atascado en la garganta. Cada vez que veo a lo lejos el humo de una hoguera, vuelve a metérseme en los pulmones.
Cuando estaba inconsciente le rajé la garganta y dejé chorrear su sangre encima de un cubo. Para que no apestase más. Y porque luego hice una morcilla riquísima. Es una lástima que Bela no pudiese probarla. Es una pena que la sangre le diese asco.
También le daba asco comerse un lobo. Pero pudo más el hambre. Y esos filetitos en los que convertí el cuerpo de Pedro no estaban tan malos. Le ayudó llevar meses sin comer otro animal. Menos mal que antes de la guerra los lobos estaban en peligro de extinción. Ahora sólo les superan en número las moscas. Han acabado con las liebres, con cualquier ganado y hasta con algún humano, asesinado por algún vecino o medio muerto de hambre por la guerra. Y son difíciles de cazar.
Pero Bela no se preocupó nunca por conseguir comida. Ya se la dábamos los demás. Y ahora sólo pensaba en lo que le había podido pasar a Pedro. Dejó de salir de casa. Rara vez había salido conmigo a cazar por la noche. Y cuando decía que iba sola, a ver si encontraba algo, si robaba alguna huerta, sólo traía un calabacín o dos patatas que le había dado Pedro. Se convirtió en un polvo barato. Y creía que la guerra no le iba a cambiar la vida. No llegó a darse cuenta de que antes, con una sola sonrisa suya, conseguía más. Un novio que le llevase la carpeta, un aprobado, una cazadora de marca, un ático alquilado…
Pero desde que se pasó una semana yendo al cementerio sin que él apareciese, no volvió a salir. Ahora le daba miedo. Ahora que ya no quedaba nadie más vivo en el pueblo, le daba miedo salir sola. Y cómo iba a bajar a trabajar en el huerto, si el sótano estaba a oscuras. Lo único que le preocupaba era que le diese algo el sol que entraba por las contraventanas mientras leía. Ni que los libros fuesen a sacarla de ésta.
Llevaba así semanas. Ni siquiera se dio cuenta de que cuanto más se debilitaba ella, mejor alimentada estaba yo. Siguió queriendo creer que los demás estamos aquí para ella. Igual que al principio pensaba que el olor a quemado que salía cada poco del pueblo de al lado, era de alguna vaca que estarían asando.
Yo me había pasado dos años cazando para ella, cultivando para ella, cocinando para ella… Y Bela estaba fresca, morena, bien alimentada y bien follada. Mientras, yo me estaba durante el día en el sótano y por las noches cazando.
Resultó que me salía más a cuenta no repartir lo que conseguía. La carne de Pedro fue la última que comió. Las zanahorias que él le dio, la última verdura que probó en su vida.
Pero no llegó a pensar que yo podía estar harta. En algún momento puede que intuyese algo. Cuando bajó a escondidas al sótano, debió de hacerlo para buscar comida. Pero cuando me encontró en mi despensa secreta no se le ocurrió que yo no fuese a compartirlo. No quiso creer que alguien se atrevería a negarle lo que ella necesitase.
Tuvo que verlo con sus propios ojos, tuvo que sentir mis manos ahogando su cuello mientras la sacaba de allí. Pero no la maté. No quería tener su olor en mi despensa. No me dejaría nunca.
Me conformé con dejarla atada a la silla de la cocina. Sin comer y sin beber. Mirando cómo comía y cómo bebía yo. Sin hablar y sin sonreír. Con la ropa interior que Pedro llevaba puesta su último día de vida, atragantada en la boca. Oyendo cómo le maté. Escuchándome contar cómo se lo comió. Creí que iba a vomitar allí, calzoncillo incluido. Pero ya no tenía fuerzas suficientes.
No le pregunté nunca si había dejado de creer en la bondad ajena y en las hadas madrinas. Sólo la desaté cuando ya estaba demasiado cansada para hablar y para moverse. Pero antes de que su olor a podrido fuese a quedarse para siempre. La arrastré al cementerio para que se la comiesen los lobos. Ese día me ayudó ella a mí por primera vez en la vida. Su olor se extendió rápidamente. Hizo bien de cebo.