Inhumanidad

Yo en la vida sólo he tenido dos revelaciones. Y la dos se me repiten constantemente.

La primera es que el olfato es el sentido más cercano a la memoria. El sexo huele a miel amarga, la enfermedad huele a mierda y la lluvia de finales febrero huele a primavera escondida. No se olvidan nunca.

La segunda es que la gente es gilipollas. Cree lo que quiere creer. Lo que le gusta creer o lo que le da miedo. Siempre lo que le obliga a mantenerse en su zona de confort, en sus ideas o, mejor dicho, en ésas que le enseñaron. O bien es en la existencia de la democracia o en bien en la del lobo feroz.

Desde hace dos años, me acuerdo de esto cada día. Desde que nos vinimos mi hermana y yo a vivir al pueblo de mi padre. El de mi madre quedaba demasiado cerca de la carretera nacional, de la civilización. En resumen, de la guerra y de la inhumanidad.

Antes era un pueblo precioso, con los campos amarillos, con el valle verde abajo. Pero ahora huele siempre a miedo. Desde el primer día. Había días que olía más. Esos días se mezclaba con olor a carne quemada, pero no recordaba a los días de la matanza. El miedo del cerdo huele distinto al de los hombres.

Pero mi hermana no lo notaba. Porque Bela, pese a todo lo que estábamos viviendo, creía en la democracia, en la felicidad, en la bondad ajena y en las hadas madrinas. Si no hubiese sido por mí, el primer día hubiese ido a saludar a todo el pueblo. Casa por casa.

Que si hay que llamar a María, que había ido a Zaragoza para nuestra comunión. Que si la tía Angustias siempre venía el primer día de verano cuando abríamos la casa para darnos una docena de huevos y unos calabacines estupendos. Que si Rosa, la vecina, se preocupó mucho por nosotras cuando se murió mamá cinco años antes…

No eran muchos, en media tarde hubiésemos saludado a todos, pero ahora, están todos muertos. Cayeron uno detrás de otro en los únicos tres días que el pueblo tuvo forasteros. Bueno, otros forasteros aparte de nosotras. Unos guerrilleros de los partidarios de la democracia on-line. Mucha democracia y mucha cibernética pero mataron a todos para comerse lo de su huerto y robarles las tres vacas que quedaban en el pueblo.

Y si no hubiese sido por nuestras ventanas cerradas o porque el huerto lo hemos plantado escondido en el sótano, nos hubiese pasado lo mismo. Las lechugas están malísimas, pero yo puedo quejarme de eso y ellos no. Aunque la que más se quejaba era Bela.

– Quiero comer otra cosa, esto esta asqueroso.

¨Quiero salir a la calle de día, que mi piel parece un folio.

¨Quiero hablar con alguien más, Nica. Alguien nos tiene que contar qué está pasando…

Como si no lo supiésemos… Aunque siguiese sin funcionar el teléfono y el internet, si la civilización hubiese recuperado la normalidad, habríamos visto por la noche luces, o fogatas, en el pueblo de debajo de la colina. Humo saliendo de las chimeneas, gente por los caminos… Y aquí no se veía a nadie. No tenían animales y sus terrenos seguían sin estar cultivados. Mejor dicho, no había nadie que recogiese los tomates que yo perdonaba una semana más cuando me acercaba a robarles.

– Nica, la carne está cruda, si no hay nadie, ¿Por qué no podemos hacer fuego y dejar ya el horno de cristal?

No aprendió nada de la guerra en estos dos años. No había aprendido nada en sus treinta años de vida. No era distinta a como era de pequeña. Aunque las normas de supervivencia hubiesen cambiado.

Sus sonrisas de niña dulce y guapa con las que se camelaba a todos ya no le iban a conseguir golosinas. Yo nunca supe sonreír así. Pero necesitaba el cariño de los demás más que ella, igual por eso no me salía. Bela insultaba a sus espaldas a las tías que le hacían regalos. Igual que insultaba delante de mí a todos los chicos que me gustaron durante el instituto, justo antes de ligárselos. Con la misma sonrisa que yo era la única que sabía leer. Y aunque repartía conmigo la mitad de los caramelos, nunca me gustaron tanto como a ella.

Pero ahora ya nadie me diría que tengo que aprender de ella. Que tenía que cambiar mi mirada arisca. Que Bela siempre era amable, siempre se portaba bien. La niña dulce y buena.

Si hubiese querido utilizar sus sonrisas, cualquiera del pueblo nos habría traicionado durante la guerra. Ahora estaríamos las dos muertas. No entendía que no pudiese seguir consiguiendo todo. No en tiempos inhumanos.

Hasta Pedro, el del bar del pueblo de al lado, la traicionó. Aunque se acostaba con él por las noches. Pero cómo iba a pensar ella que podía pasar eso, si siempre había conseguido lo que quería gracias a los demás. Cómo contactó con él tras nuestra llegada, no tengo ni idea. Y eso que a él le tuve más vigilado que al resto del pueblo. Yo también pensé que si hubiese alguien que pudiera ayudarnos, alguien en quien confiar, sería él. Pero sólo lo pensaba por todos los veranos de instituto y universidad que pasé enamorada de él. Sólo lo creí porque quería creerlo. Porque, a veces, también soy gilipollas.

Pero no más que Bela. Además de acostarse con ella en el cementerio, Pedro quedaba algo antes del amanecer en la capilla con Marita, la hija de la peluquera del pueblo de al lado. Y fue a ella a la que le contó que sabía de un sitio donde había comida, que a la mañana siguiente le llevaba alguna.

Lo que no sabía es que yo le estaba esperando cuando saltó la tapia de nuestro jardín la noche siguiente. Lo tumbé con un golpe seco de la pala. Afortunadamente, todavía estaba lejos de llegar a la despensa, porque la poca sangre que derramé y los sesos que se le esparcieron atrajeron a todas las moscas del pueblo. Por mucho que limpié no conseguí quitar el olor a podrido.  El olor de mi primer muerto. Lo sigo teniendo atascado en la garganta. Cada vez que veo a lo lejos el humo de una hoguera, vuelve a metérseme en los pulmones.

Cuando estaba inconsciente le rajé la garganta y dejé chorrear su sangre encima de un cubo. Para que no apestase más. Y porque luego hice una morcilla riquísima. Es una lástima que Bela no pudiese probarla. Es una pena que la sangre le diese asco.

También le daba asco comerse un lobo. Pero pudo más el hambre. Y esos filetitos en los que convertí el cuerpo de Pedro no estaban tan malos. Le ayudó llevar meses sin comer otro animal. Menos mal que antes de la guerra los lobos estaban en peligro de extinción. Ahora sólo les superan en número las moscas. Han acabado con las liebres, con cualquier ganado y hasta con algún humano, asesinado por algún vecino o medio muerto de hambre por la guerra. Y son difíciles de cazar.

Pero Bela no se preocupó nunca por conseguir comida. Ya se la dábamos los demás. Y ahora sólo pensaba en lo que le había podido pasar a Pedro. Dejó de salir de casa. Rara vez había salido conmigo a cazar por la noche. Y cuando decía que iba sola, a ver si encontraba algo, si robaba alguna huerta, sólo traía  un calabacín o dos patatas que le había dado Pedro. Se convirtió en un polvo barato. Y creía que la guerra no le iba a cambiar la vida. No llegó a darse cuenta de que antes, con una sola sonrisa suya, conseguía más. Un novio que le llevase la carpeta, un aprobado, una cazadora de marca, un ático alquilado…

Pero desde que se pasó una semana yendo al cementerio sin que él apareciese, no volvió a salir. Ahora le daba miedo. Ahora que ya no quedaba nadie más vivo en el pueblo, le daba miedo salir sola. Y cómo iba a bajar a trabajar en el huerto, si el sótano estaba a oscuras. Lo único que le preocupaba era que le diese algo el sol que entraba por las contraventanas mientras leía. Ni que los libros fuesen a sacarla de ésta.

Llevaba así semanas. Ni siquiera se dio cuenta de que cuanto más se debilitaba ella, mejor alimentada estaba yo. Siguió queriendo creer que los demás estamos aquí para ella. Igual que al principio pensaba que el olor a quemado que salía cada poco del pueblo de al lado, era de alguna vaca que estarían asando.

Yo me había pasado dos años cazando para ella, cultivando para ella, cocinando para ella… Y Bela estaba fresca, morena, bien alimentada y bien follada. Mientras, yo me estaba durante el día en el sótano y por las noches cazando.

Resultó que me salía más a cuenta no repartir lo que conseguía. La carne de Pedro fue la última que comió. Las zanahorias que él le dio, la última verdura que probó en su vida.

Pero no llegó a pensar que yo podía estar harta. En algún momento puede que intuyese algo. Cuando bajó a escondidas al sótano, debió de hacerlo para buscar comida. Pero cuando me encontró en mi despensa secreta no se le ocurrió que yo no fuese a compartirlo. No quiso creer que alguien se atrevería a negarle lo que ella necesitase.

Tuvo que verlo con sus propios ojos, tuvo que sentir mis manos ahogando su cuello mientras la sacaba de allí. Pero no la maté. No quería tener su olor en mi despensa. No me dejaría nunca.

Me conformé con dejarla atada a la silla de la cocina. Sin comer y sin beber. Mirando cómo comía y cómo bebía yo. Sin hablar y sin sonreír. Con la ropa interior que Pedro llevaba puesta su último día de vida, atragantada en la boca. Oyendo cómo le maté. Escuchándome contar cómo se lo comió. Creí que iba a vomitar allí, calzoncillo incluido. Pero ya no tenía fuerzas suficientes.

No le pregunté nunca si había dejado de creer en la bondad ajena y en las hadas madrinas. Sólo la desaté cuando ya estaba demasiado cansada para hablar y para moverse. Pero antes de que su olor a podrido fuese a quedarse para siempre. La arrastré al cementerio para que se la comiesen los lobos. Ese día me ayudó ella a mí por primera vez en la vida. Su olor se extendió rápidamente. Hizo bien de cebo.

Lobos

El caminar de mis tacones hacía eco en la calle. Y sólo era la una de la mañana de un lunes en el centro de Madrid.

La luz de las farolas se reflejaba en las ventanas que no habían bajado las persianas para dormirse.

Y los elfos aprovechaban ese halo para salir a volar en él porque la luz blanca les favorece. Bailaban, mientras se quejaban lastimeramente de que yo hubiese decidido volver sola. Encima caminaba haciendo ruido, taconeando, alertando a lobos y trasgus de los alrededores.

Los elfos, para protegerme, hacían tintinear sus campanillas y los duendes se acercaban para bailar sevillanas usando sus sombreros de vestido de cola.

La puerta de mi casa se alejaba mientras los duendes se movían a mi alrededor. No querían bailar en otro sitio, sino alrededor de mis tobillos, enganchados a mis tacones, obligándome a caminar a ese ritmo suave que miraba mi casa desde la lejanía.

Mientras, los elfos, nerviosos, revoloteaban alrededor de mi cabeza. No me dejaban ver el final de la calle, ni el fondo de mi bolso donde intentaba encontrar las llaves. Y tenía que recorrer esa larga bocacalle que nunca había estado allí para llegar a mi casa.

Todavía no había encontrado las llaves cuando el trasgu más rápido alejó, todavía más, la puerta. Él quería bailar también, pero yo no quería bailar con él, porque como era el más grande y el más impaciente, cuando me agarraba de la ropa, la hacía caer nevando en girones. Parecía torpe, pero acertó apartando a manotazos a los elfos que intentaron ponerse a jugar con él. Caían al suelo girando como los paracaídas del diente de león. Y con ellos caía mi bolso, mi carpeta, mis llaves. Golpeaban el suelo con golpes de plumas o de metal.

Cuando el trasgu se cansó de bailar, recogí las llaves, pero los duendes jugaron a engordarlas para que no entrasen en la cerradura, todavía quedaba un trozo de bocacalle más, pero esas llaves no iban a caber. Además, no tenían la misma forma. Abrir la puerta les iba a hacer gemir y llorar.

Los lobos que ahora bostezaban molestos por los tacones, porque que les habían sacado de la siesta y les habían hecho acercarse a mi guarida, rechinarían los dientes con la cerradura.

Y el cordero que dormía bajo la manta de mi cama, dejaría de soñar y me esperaría despierto. Despojado de su lana, dispuesto a aullar a coro con los lobos que quedarían fuera de casa. Sólo si no entraban.

Primer amor

Así que nos fuimos de camino a casa por el monte, al principio íbamos hablando mientras caminábamos abrazados, luego, empezamos a parar para besarnos debajo de cada árbol, hasta que en un sitio decidió pararse completamente y sentarse en el suelo. Tiró de mí hasta que quedé sentada encima de él a horcajadas. Estaba igual de nerviosa que el día anterior cuando nos besamos pero ya no podía echarles la culpa a las piernas porque en esa postura apenas las necesitaba. Ahora donde notaba las cosquillas era por la zona del ombligo.

Rubén pasó de acariciarme el cuello y la espalda a tocarme el culo. Las cosquillas cada vez me estaban poniendo más nerviosa, pero no quería decirle que parase. Mucho menos insultarle, como contaba haber hecho alguna de mis amigas. Si acaso le hubiese pedido que me besase más, que me abrazase más, que me tocase más, pero no hizo falta.

Al cabo de un rato me quitó la camiseta y luego se quitó la suya. La puso en el suelo, debajo de su espalda y se tumbó y yo le seguí, encima de él. El contacto con su piel aumentó mis cosquillas, que se extendieron por mi barriga y mi pecho, pero mis nervios habían desaparecido y pude pensar con algo más de calma como para darme cuenta de que el sujetador me sobraba. Y cuando me pidió que me quitase los vaqueros le quité primero los suyos.

Él aprovechó ese movimiento para escurrirse de debajo de mí y dejarme a cuatro patas encima de un montón de ropa mientras él se ponía a mi espalda, me la acariciaba y me mordía el cuello. Me acuerdo de haber arqueado la espalda, y tengo la sensación de que me se escapó un suspiro, porque ese fue el momento en el que Rubén pasó un dedo por mi columna, desde el cuello hasta el límite de mi culotte, y desde ahí llevó la mano al lateral de mi cintura, para meter la mano por dentro y tirar de él hacia abajo.

Me pareció oírle que él también se quitaba la poca ropa que le quedaba, aunque no me atreví a girarme para mirar. Un momento después ya volvía a acariciar mi espalda pero de ahí en adelante tuvo siempre una de las manos por debajo de mis caderas. Al principio me acariciaba las piernas, luego me hacía cosquillas entre los muslos y luego subió hasta tener la mano en mi pubis, y lo rozaba con la punta de los dedos. Yo me había ido incorporando hasta quedarme de rodillas, para que me siguiese besando en el cuello, y me volvió a inclinar la cabeza hacia abajo. Él, mientras, fue deslizando su lengua hacia abajo de mi espalda hasta llegar a ese punto concreto de mi cuerpo desde el que, en ese momento, estaba latiendo toda mi sangre. En ese momento me introdujo un dedo y empezó así a acariciarme también por dentro de mi cuerpo.

Al principio tenía la otra mano apoyada en mi cadera, moviendo mi culo ligeramente de adelante a atrás, pero al poco la quitó, porque me movía yo sola. Metió otro dedo más y creo que aceleré los movimientos, tengo la sensación de que él también se estaba moviendo, que su cadera me daba golpeteos rítmicos a la velocidad de sus dedos, y que sí estaba desnudo. No conocía esa parte de la anatomía masculina, pero tenía una temperatura mucho más caliente que sus piernas y me estaba golpeando los muslos.

A partir de ahí no recuerdo muy bien lo siguiente porque, aunque ya había tenido más orgasmos yo sola, nunca hasta ese momento había pensado que una zona de mi cuerpo pudiese concentrar todo el calor, toda mi sangre y toda mi energía para explotar repartiéndolas en oleadas por todo mi cuerpo.

Después del orgasmo, me dejé caer tumbada boca abajo, sin fuerzas en las piernas. Rubén se tumbó a mi lado mientras seguía acariciándome la piel..

Seguíamos besándonos tumbados pero me agarró para dejarme otra vez sentada encima de él. Yo le acariciaba el pelo, le tocaba la piel del hombro y del pecho y le mordía el cuello.

Me maravillé con ese contacto, con esa piel, con su piel, que era mía. Podía hacer con ella lo que quisiese, morderla, lamerla, pellizcarla, arañarla… y todo gracias a ese maravilloso pacto del sexo. Todos esos verbos de los libros antiguos como poseer, pertenecer, ser dueño… cobraban de repente sentido. Su piel era mía. Esa piel que brillaba y que parecía más dura, hecha de alguna piedra preciosa o de algún metal, pero que en cuanto la acariciabas te dabas cuenta de que estaba untuosa y era elástica, se adaptaba a cualquier marca que le quisieses hacer, con los dientes o con las uñas.

El olor de su piel también había cambiado, era más denso y, al mismo tiempo, más dulce y más amargo. Tenía una combinación entre animal y metálico, o mineral, que consiguió que, más tarde en mi cama, yo me pasase lo que quedaba de noche persiguiendo por la almohada ese rastro que dejaba yo misma con su olor sobre mi piel.

Y algo parecido se podía decir de su mirada, tenía un toque de fiera recién despertada que me hacía estar constantemente en tensión. No había sido así de consciente de esa sensación hasta que desenroscó mis piernas de su espalda y me levantó ligeramente para dejarme sentada casi en sus rodillas. Me cogió la mano y le llevó hacia su cuerpo para que le masturbase. Colocó mi mano y cerró la suya encima mientras la movía rítmicamente.

Estaba inclinado hacia atrás, con la otra mano apoyada en el suelo. Fue soltando poco a poco la mano que rodeaba la mía, iba perdiendo firmeza a medida que yo me movía con decisión propia. A veces algo más deprisa, a veces más despacio pero agarrándole cada vez más fuerte. Sentía la necesidad de identificarme con lo que fuese por lo que él estaba pasando, tenía que tocarle y notar cada nervio de debajo de su piel, cada vena, cada bombeo de sangre. Esa zona de piel también era mía y cada gemido suyo vibraba en mi garganta.

Seguí acariciándole guiándome por los sonidos de su respiración. Cuando se apoyó en las dos manos dejó caer la cabeza hacia atrás y se le escapó un gruñido ronco, casi animal. Le oía emitir suspiros rotos, rasgados por la boca abierta y seca. Otras veces levantaba la cabeza para mirarme y abría mucho los ojos mientras gemía despacio. Fue en uno de esos momentos cuando noté que la piel que estaba acariciando se había vuelto más tensa. A continuación noté los latidos de la sangre y luego unas contracciones más que dejaron el eco de un gemido en el aire y mis manos mojadas. No me atreví a sentarme encima de él en ese momento, así que lo recliné hacia atrás y me tumbé a su lado mientras secaba mi mano en la hierba esquivando la camiseta.

Miró para mí, levantó trabajosamente la cabeza con los labios entreabiertos y me acerqué a darle un beso. Tenía los labios muy blandos y lisos y su lengua lamía muy suavemente la mía. El olor de su piel había cambiado, olía a sudor, pero ningún sudor había olido nunca tan bien. A la mañana siguiente, en la ducha, cada chorro de agua caliente que caía sobre mi pecho despediría un vaho que olía a eso, a él. No quise que esa ducha acabase nunca, absorbí todo el aroma que pude, porque me aterraba pensar que estaba aclarando su olor y que igual era la única vez que estaba en mi piel.

Bajo el suelo

Estabas encantado caminando por la calle de camino al metro. Tu padre se había levantado con anginas y había decidido que él con 10 años ya hacia muchas cosas solo y que no veía porqué tú no ibas a poder hacer lo mismo. Así que hoy, por primera vez, ibas solo en metro. Y si lo hacías bien, probablemente tendrías esa libertad todos los días.

En la calle, antes de bajar las escaleras, sacas los auriculares del móvil y te los pones, seguro que te dan un toque de más mayor. Pero no enciendes la música, no te apetece despistarte en tu primer día cogiendo el metro solo. Además, antes de entrar, buscas el metrobús en el bolsillo y lo llevas en la mano, no quieres formar cola detrás de ti si lo tienes que buscar cuando te toque picar el billete, no puedes parecer nuevo.

Te diriges directo hacia los tornos por el camino que has recorrido todos los días con tu padre. Miras con atención cómo la máquina traga el billete con un pequeño gruñido, y te lo devuelve un instante más tarde mientras se abren para ti las puertas al subterráneo.

Oyes cómo te llama el rumor de la escalera mecánica desde el hall. Subes en ella y notas el traqueteo de esta otra máquina, que también te da la bienvenida. Te quedas quieto en el lado derecho del escalón y apoyas la mano en el pasamanos, que se desliza a otra velocidad distinta con un movimiento renqueante que te hace cosquillas. La gente que pasa a tu izquierda te roza con los abrigos y te da la sensación de que te animan a bajar con ellos, así que no te lo piensas, ¿por qué estar parado si puedes disfrutar de las prisas de la gente y parecer un adulto ocupado que odiaría que se le escapase el metro? Además, si llegas pronto al cole puedes contar que hoy has ido solo. Así que te zambulles en la fila de gente, delante de una chica con tacones que va más despacio que un chico trajeado, cuyo maletín te ha espoleado al darte una palmadita en el brazo.

El chico va más deprisa que tú y eso te permite ver el túnel, cómo se abre la tierra bajo una bóveda de color blanco y te deja entrar montado en ese gusano que, en vez de anillos esféricos, tiene aristas metálicas.

Del final del túnel sale la melodía de todos los días, el ritmo africano del chico que toca el timbal. Las notas vuelan y se mezclan en el túnel para rebotar hacia ti porque quieren que bajes las escaleras a su ritmo.

El chico te sonríe cuando pasas, y el brillo de sus dientes baila con el tintineo de la moneda que le acaba de echar una señora. A ti también te gustaría echarle una, pero sería la única que tienes, con la que te ibas a ir a comprar esas gominolas de colores con formas de osos antes de volver a casa por la tarde. Dudas, pero al final no quieres quedarte sin el dulce, así que vuelves a caminar deprisa dentro de la marea de gente al ritmo de los tacones y del tambor.

Ya estás en el último tramo de escaleras y bajas arrullado por su murmuro. Vas por la mitad cuando oyes el gruñido del tren que se acerca y ves cómo la gente acelera el paso, casi corren, pero tienen miedo de perder la compostura. Sin embargo sí que parecen una manada de gacelas que se han despistado y que en vez de escapar del león corren hacia él. El león, de metal pintado azul y blanco, parece más furioso que otros días. Abre con un gemido las puertas y expulsa una nueva estampida de gacelas, éstas en la dirección correcta. Te arrastran como si te quisiesen llevar con ellas, pero tú, decidido, te haces un hueco entre tu manada para entrar en ese vagón. Más abrigos te rozan, algún bolso casi te golpea, pero no te importa, porque tú también te rozas con la gente, haciéndote un hueco entre ellos aunque de alto no levantes casi la mitad que algunos.

Dentro del vagón intentas avanzar hacia el fondo y consigues llegar hasta la puerta contraria. Te recolocas los auriculares mudos que no te impiden seguir oyendo el zumbido que hace el tren al vibrar dentro del túnel. Oyes un siseo y ves que viene de una ventana abierta. El que está enfrente de ella está mirando su reflejo en el cristal mientras se recoloca el pelo y sonríe. Tú, en cambio, prefieres ver lo que hay en el túnel, el hormigón gris que sujeta toda la tierra que hay sobre tu cabeza, con sus casas, los coches y con la gente que esté caminando por la calle. Aprietas la cara contra el cristal, que te deja una huella fría en la nariz y la frente. Ves el metro que se acerca en sentido contrario y sientes el empujón cuando pasa, pero notas también cómo tu vagón se mece y te arrulla, aunque el resto de pasajeros no parece haberse dado cuenta de la caricia.

Se abren las puertas y de nuevo se mueve la gente, formando remolinos de direcciones contrarias como el agua en el fregadero. No te puedes despistar de parada, todavía te quedan dos, ¿o era una? Vuelves a mirar por el cristal y ves las paredes de color gris de Colombia, vas bien, dos más.

Miras a la gente que espera en el andén contrario. Parecen distraídos e incluso enfadados, ¿a ellos no les gustará ir en metro? Pero si es lo mejor, es más divertido que ir en coche, ir debajo de tierra le debería parecer a todo el mundo fascinante. Te sientes un extraterrestre en un mundo futuro lleno de túneles de colores fluorescentes, una selva de animales metálicos construidos por el hombre. Con aire artificial, para que se pueda respirar a esta profundidad, y con luz propia, sin necesidad de hacer agujeros hacia el cielo que puedan permitir a los animales de la superficie llegar hasta ti y atropellarte. Así, el tren avanza encauzado, salpicando chispas por el techo, como si fuesen gotas de agua que saltan cuando el río golpea las piedras.

Un silbido gorjeante te saca de tu enmismamiento, las paredes ahora son amarillas, Pinar del Rey, una parada más, tienes que bajarte en la siguiente. Los pasajeros del andén de enfrente están inmóviles, a la expectativa, y se empiezan a mover suavemente con la cadencia marcada por el movimiento del tren que se acerca, como los árboles cuando les agita el viento. Oyen su murmullo, sienten que entra en la estación, escuchan silbar al aire escurriéndose entre el túnel y el vagón y se acercan poco a poco a la ribera.

Dentro del túnel las tuberías vibran con el zumbido. Se mueven como un ciempiés en dirección contraria al tren mientras que las culebras grises del suelo se quedan quietas, pero silban cuando la máquina les pasa por encima.

Se acerca una luz al fondo y el graznido del aire y de las vías cambia de tono. Tienes que salir, avanzar entre la gente que se vuelve a mover a tu alrededor. Te envuelven y te arropan en tu camino a la puerta opuesta. Ves las paredes rojas al fondo y sabes que ésta es tu estación, el Mar de Cristal en el que desemboca el río de culebrillas brillantes por el que se movía la trucha metálica que te llevaba en la barriga.

¿Por qué a la gente mayor no le gustará el metro?

Un día de éstos

Un día de éstos nos va a acabar pasando, ya llevamos demasiados meses tentando a la suerte. Cualquier día, uno de los dos nos vamos a liar con alguien, con alguien de nuestra ciudad, que nos caiga bien, que lleve un rollo parecido al nuestro, que salga por los mismos bares… Y no va a pasar nada, qué sería de las relaciones a distancia si uno no pudiese echar una canita al aire… Pero aunque no pase nada, esa semana ya no vamos a hablar, porque no nos va a apetecer llamarnos, no vaya a ser que el otro perciba esa gota de ilusión en la voz y se de cuenta de que estamos un poco tontines, y lo que sería peor, que igual crea que es por él.

Y unos días después nos volveremos a liar con esa persona y nos habremos olvidado de nosotros, de que nos gustábamos, de que si no hubiese sido por la distancia habríamos apostado fuerte y en cambio hemos dejado pasar los meses viéndonos de vez en cuando, haciendo un huequito para pasar la noche juntos cuando coincidimos en la misma ciudad. Pero nada más, porque los dos somos realistas y sabemos que esto no va a ningún sitio. Y por eso nunca nos hemos dicho siquiera que significamos algo para el otro: un te quiero es demasiado para un rollo, lo destrozaría, pero ni siquiera un me gustas, ni un cómo me pones, ni un tierno tengo ganas de verte…Se nota que somos del norte, no nos gustan las noñerías y nunca nadie nos podrá acusar de ser cursis.

Y así, poco a poco, nos dejaremos de llamar, porque un polvo al mes no es suficiente para llamarlo relación, porque cualquiera que se nos cruce por delante, con el que follemos un par de veces y nos guste, va a ser más que este año de relación esporádica, de rollo apasionado, de charlas semanales de una hora, de algún sexo telefónico, de ese «un beso, niña». Porque al final, somos así de fríos.

sinestesias sin sentidos

Una habitación de hospital como otra cualquiera, con las paredes blanco níveo y azul marino, o de cualquier otro color aséptico e insípido como ésos, y con un fuerte olor a desinfectante, amoníaco, lejía, alcohol.

En la habitación hay una cama donde está tumbada una chica, casi desnuda bajo unas sabanas de algodón desgastado, suave al tacto aunque ella lo ignore. Está enganchada a una vía de suero y atada a un montón de cables, uno de ellos lleva a una pantalla de la que sale un pitido monótono: pi… pi… pi…

Blanco, frío, monotonía, alcohol… No… no… no…

Calor, brillo cálido, sol azafrán, sonido de las olas, olor a mar, mar cobalto. Hamid a mi lado, piel chocolate, brillante, la toco, parece que se va a derretir, paso la lengua por el borde de su cuello, me sabe a sal.

Pi… pi… pi…

–          Hola, Elena, gracias por venir.

–          Hola Irene, ¿qué tal estás? ¿qué tal está Ana?

–          No muy bien, ya lleva dos días sin despertarse y siguen sin saber porqué.

–          ¿No hay novedades?

–          Pues los médicos hablaron con mis padres esta mañana y les dijeron que la nueva resonancia sigue sin explicar que no responda. Siguen diciendo que el accidente no fue tan grave, que sólo tenía una contusión

–          ¿Qué tal están tus padres?

–          Les he mandado a casa a descansar, no querían, imagínate. Tampoco querían que se comprase la moto, precisamente porque mamá siempre pensó que le iba a pasar algo así. Pero a Ana no hay quien le lleve la contraria cuando se empeña en algo.

Palabras entrecortadas, sollozos, lágrimas, agua, agua, agua de piscina, olor a cloro, música junto a la piscina, el olor de una noche fresca, la brisa en mi piel, erizándose bajo las manos de Hamid, la acidez dulce del mojito dorado, ácido, ácido, boca seca, resaca, dolor de cabeza…

Pi… pi… pi

–          ¿Tú qué tal? ¿tienes tiempo para estar aquí?

–          Sí, no te preocupes, aunque con ella no se pueda hablar, te hago compañía a ti, que tampoco te conviene estar aquí sola dándole vueltas a la cabeza

–          Muchas gracias, de verdad. También estuvo Hamid por aquí hace un poco y sí que se agradece poder charlar un rato en vez de estar acordándome de ella.

Ruido de lágrimas resbalando por la piel, piel áspera, seca y salada

Pi…pi…pi…

–          ¿Sabes de qué me estaba acordando cuando se fue? De que la última vez que hablé con ella le dije que se estaba volviendo loca, es una chorrada, era una palabra cariñosa, pero fue lo que le dije porque estaba obsesionada con que Hamid la estaba engañando.

–          ¿Sí? ¿por qué pensaba eso?¿cuándo te lo dijo? ¿te lo crees?

–          No sé. No me lo creí, pero ahora me doy cuenta de que Ana parecía bastante convencida. Aunque como ni ella sabía por qué lo pensaba, le dije que no se obsesionase, que se iba a volver loca… Fíjate, loca, me siento gafe, a ver cómo sale de ésta, ya lleva dos días aquí, parece que no siente, que no oye, que no nos ve…

Ruedan lágrimas, canicas de cristal rebotan en el suelo, gotas de lluvia, lluvia, día lluvioso, gris, pitido de coches, olor a contaminación, aceras del barrio, salir pronto de trabajar, libertad celeste, caminar, ilusión brillante, tener tiempo, libertad verde esmeralda, poder tomar un vino con Hamid, vino tinto, vino cereza.

Sonido de llaves, tacto de metal, chirrido de los goznes de la puerta, ¿Hamid? Ruidos, golpes desordenados, gemido de la puerta de la habitación también sin engrasar, ¿Hamid? ¿Te he despertado de la siesta? Metal, metal clavándose en mi mano, dolor, se oyen sonidos balbuceantes de brillo frío en hojas de acero: Elena, qué… ¿qué haces aquí?

Metal, gris sobre carne, gris sobre rojo, puerta cerrándose furiosa, moto arrancando enfadada, lágrimas dentro del visor del casco, gotas de lluvia fuera, sabor salado, pitido de coches, zumbido de contaminación, mareo derrapando, negro requemado sobre el asfalto, dolor escarlata y viscoso, pitidos, gritos, pi…pi…pi…

Un día en la vida de Manolo (parte 2 y final)

Unas horas después llama Pablo a la puerta del despacho de Manolo.

– Buenas tardes, inspector.

– ¿Está todo listo? ¿Has preparado todo?

– Inspector, le había dicho…

– Oficial, ¿tiene el operativo preparado para que estemos a las 18 en la calle Génova esquina Colón como le dije?

– Sí, inspector, pero…

-¿Cómo que pero? ¿Lo ha hecho o no lo ha hecho?

– Está hecho, pero como le dije esta mañana…

– Y yo le dije esta mañana, al igual que le habrán dicho todos sus superiores durante la academia, que lo que usted tiene que hacer es obedecer, ni quejarse, ni pensar, ni ostias, que España no le paga para que piense, ¡sino para que trabaje!

– Lo que usted diga. Estamos preparados.

– Pues entonces, lo que le ordené: yo estoy controlándoles desde la central y siguen mis órdenes. Estaré viendo cómo van las cosas y cuando me den la orden de que entren, entran preparados, con los cascos, escudos y pistolas de bolas, haciendo una V para dividir a los manifestantes. Y al primer insulto o a la primera botella que les lancen, cargan, ¿me oye? Y usted es el que tiene que transmitir la orden al resto, así que si alguno desobedece le expediento, y a usted también por no saber manejar a sus hombres, ¿me ha entendido?

– Sí, señor.

A las 20h está la plaza de Colón llena de gente y rodeada por policías. Manolo está observando las imágenes aéreas desde la central. Hay una cámara que está enfocando permanentemente a la zona donde está su equipo, en la posición acordada. Aún así tiene la sensación de que algo va a salir mal, pero cuando su superior pasa por allí para preguntarle cómo lo está haciendo su equipo, no se atreve a decirle nada. Además, aparentemente todo va bien, así que ¿para qué preocuparle?

– Todo bien, sin ningún problema. Mis chicos se están comportando como estaba previsto. Sin incidencias.

Cuando le pasan desde arriba la orden de que se introduzcan entre los manifestantes, se lo dice a Pablo y ve cómo le obedece. Sin embargo no oye lo que éste les dice al resto del equipo porque ha apagado el micrófono. Esto no es normal, algo raro va a pasar y la sensación no le está gustando nada.

Ve cómo están entrando en V entre los manifestantes, se están haciendo un hueco, los manifestantes se repliegan nerviosos empujándose unos a otros. Los antidisturbios se colocan de frente a los manifestantes, dándose la espalda entre ellos. Agarran las pistolas de bolas y apuntan con ellas al suelo.

– ¿Qué cojones están haciendo? Se le escapa a Manolo. Afortunadamente, su jefe está mirando para otro lado. Sigue mirando a la pantalla y ve que además se están quitando los cascos, los manifestantes se quedan quietos expectantes. Tiene la sensación de que todo el mundo en la plaza está conteniendo la respiración. Pablo, coño, me cagüen todo, pues no me va a joder el ascenso… Ésta me la paga

Ve cómo bajan también los escudos, les dan la vuelta y sacan de detrás de ellos un paquete de estraza con una forma cónica rara. Todos los antidisturbios están abriendo los paquetes, dentro hay un ramo de margaritas. Lo desatan y reparten una por una entre los manifestantes.

Un día en la vida de Manolo (introducción)

Manolo ve, al entrar esa mañana en la comisaría, la puerta del inspector jefe abierta. Como siempre que eso pasa, camina más silenciosamente. Incluso, desde que se anunció hace un par de semanas que quedaba la plaza de otro inspector jefe libre y que les podía tocar el ascenso a varios de la oficina, da los pasos silenciosos cerrando al mismo tiempo los ojos. Al terror de que su superior le llame para amonestarle por algo, se le unen las ganas que tenía del ascenso, pero seguro que se lo acababan dando a algún chaval recién salido de la academia, que ha hecho kárate, kung fu y boxeo con técnicas de kungchiflinas que los veteranos no necesitaron nunca, porque antes lo único que hacía falta era no ser maricón, tener los cojones bien puestos y un buen capitán que te animase a repartir ostias.

– ¡Martinez!

– Sí, señor, ¿Me ha llamado?

– Sí, ¿Qué tal va lo de esta tarde?

– Muy bien, señor, como usted pidió, a las 17 estará el equipo listo para salir de aquí, a las 18 colocado y probablemente a partir de las 20 probablemente ya nos haya tocado entrar en acción. Maldito lenguaje bonito, con lo fácil que era antes decir que ya estaríamos aporreándole la cabeza a algún hippie.

– ¿Sí? Muy bien, muy bien…

– Gracias señor. Su sonrisa es perfectamente visible, el ascenso es mío, mañana le invito a unas copas y lo tengo ganao.

– ¿Y ninguno de sus oficiales se ha quejado?

– No, señor, ¿por qué… se iban a quejar?. La cara de Manolo parece un poco más blanca y la sonrisa y el ascenso más difuminados.

– No sé, están todos los inspectores informándome de que se están quejando los oficiales y usted era el único que no había dicho nada. Pero bueno, será porque usted no deja que le rechisten. Mientras lo hagan bien no me voy a quejar.

– Claro, señor, por supuesto, como siempre.

 

Tras salir del despacho Manolo se va resoplando al bar de enfrente.

 

Las mujeres, las lesbianas y el sexo de los ángeles

«También hizo referencia al sexo entre mujeres. “A mí nunca me ha preocupado mucho el catre compartido entre mujeres porque ese homosexualismo no es nada y es sin trascendencia, pero compartido por dos varones es un sexo sucio”, insistió Gerlein.»

En la noticia del país: Un senador colombiano afirma que el sexo homosexual es “asqueroso”

Estoy segura de que mucha gente piensa que qué suerte tenemos las mujeres, sobre todo las lesbianas, que no le damos asco a ese señor, mientras que los gays sí que se lo dan. Pero desgraciadamente, no es ésa la conclusión que hay que sacar de las palabras de este señor. El problema está en otra parte, el problema es que para mucha gente las mujeres seguimos sin tener instintos sexuales y para unos cuantos, casi ni órganos. Por eso a este señor no le damos asco, las mujeres somos seres de luz, somos limpias, no tenemos pensamientos impuros, ¿cómo va a haber sexo entre mujeres? Como mucho se darán la mano y algún besito casto.

Si es que… ese homosexualismo no es nada… por no ser, no sera ni sexualismo.

Un día en la vida de Manolo (parte 1)

– ¿Qué tal, Manolo? ¿no es un poco pronto hoy para tu hora de café?

– Mira, Pepe, que me tienen hasta los huevos,  que estoy hasta los cojones de aguantar otra manifestación más, pero ¿en contra de qué se manifestará la gente? ¿de la crisis? Pues hombre, macho, sí qué estamos bien. parece que hay que demostrar que estamos en contra de ella

– A mí no me digas, que aquí estoy, sin hacer huelga, a ver quién te iba a poner a ti el café

– Que es que en este país hay mucho maleante que no quiere trabajar y lo que está claro es que nos toca currar mucho para salir de ésta, que no vamos a despabilar quejándonos, que nos guste o no, ¿cómo no se va a recortar? Si yo no tengo dinero pues no me compro una televisión nueva, ni contrato a un pintor para cambiar el color de las paredes, o no lo hago o lo hago yo y gasto menos, ¿o no?

Y ahora pretenden que el gobierno haga un referéndum, pero ¿dónde se ha visto eso? ¿qué pasa, que van a tener que consultar cualquier decisión que tomen? Ahí sí que nos vamos a convertir en el hazmerreír de Europa, un presidente consultando con sus electores. Pero ¿para qué se creerán que les hemos votado? Pues para que tomen ellos las decisiones, que son los que saben. Y no me las tienen que venir a consultar ni a mí ni a nadie. Es que la gente no sabe lo que quiere, se creerá que es fácil decidir sobre los demás.

Como Pablo, ¿quién cojones se habrá creído? ¡Pues eso es que no me conoce a mí! Mira que venir, siendo el nuevo oficial, a informarme, a informarme a mí, su inspector del primer grupo operativo de la Unidad de Intervención Policial de Madrid, que su equipo se está empezando a plantear que no deberían actuar con tanta violencia, que la mayor parte de ellos conocen a gente dentro de la manifestación, que todos tienen uno o varios familiares en el paro… Pues claro, y yo, y qué le voy a hacer, no me voy a echar a llorar por ellos y menos en mis horas de trabajo, que hubiesen trabajado más, como yo, que me paso el día obedeciendo lo que dice el inspector jefe, y no discutiéndolo. Aquí se viene a trabajar, a hacer lo que te mandan, no a cuestionarse las órdenes del superior. A la próxima le expediento, a ver si se ha creído que aquí opina todo el mundo por igual, que la jerarquía estará para algo, digo yo.

– Pues claro que sí, Manolo. Pero bueno, estarás conmigo en que hay gente que está agobiada, ¿eh?

– Si no digo yo que no, si tengo a mis cuñados en el paro, a todos y algunos son unos quejicas, unos blandos, antes los habría mandado yo al paro si hubiese estado en mi mano, pero bueno, también está Luis, que el pobre parece que no levanta cabeza. Lleva ya tres años en el paro, ya no cobra un duro, la mujer no ha trabajado nunca, como Dios manda, eso sí, pero ahora lo intenta porque no les queda otra y no le dan nada. Y los chavales… ésos…, unos pintas, a ésos los enderezaba yo si me los dejase un mes. Anda que qué pena que la mili ya no sea obligatoria, que por lo menos estarían haciendo algo útil en vez de tanta Filosofía, tanta Política y tanta manifestación… Pero la verdad es que Luis me da pena, ya le hemos ayudado un par de veces para llegar a fin de mes María y yo, que claro, para eso está la familia, no se le puede pedir al gobierno que dé lo que no tiene y menos intentando hacerle chantaje paralizando el país. No necesitará tanto el dinero esa gente si se puede permitir dejar de cobrar un día para hacer huelga.

 

(…)