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Lobos

El caminar de mis tacones hacía eco en la calle. Y sólo era la una de la mañana de un lunes en el centro de Madrid.

La luz de las farolas se reflejaba en las ventanas que no habían bajado las persianas para dormirse.

Y los elfos aprovechaban ese halo para salir a volar en él porque la luz blanca les favorece. Bailaban, mientras se quejaban lastimeramente de que yo hubiese decidido volver sola. Encima caminaba haciendo ruido, taconeando, alertando a lobos y trasgus de los alrededores.

Los elfos, para protegerme, hacían tintinear sus campanillas y los duendes se acercaban para bailar sevillanas usando sus sombreros de vestido de cola.

La puerta de mi casa se alejaba mientras los duendes se movían a mi alrededor. No querían bailar en otro sitio, sino alrededor de mis tobillos, enganchados a mis tacones, obligándome a caminar a ese ritmo suave que miraba mi casa desde la lejanía.

Mientras, los elfos, nerviosos, revoloteaban alrededor de mi cabeza. No me dejaban ver el final de la calle, ni el fondo de mi bolso donde intentaba encontrar las llaves. Y tenía que recorrer esa larga bocacalle que nunca había estado allí para llegar a mi casa.

Todavía no había encontrado las llaves cuando el trasgu más rápido alejó, todavía más, la puerta. Él quería bailar también, pero yo no quería bailar con él, porque como era el más grande y el más impaciente, cuando me agarraba de la ropa, la hacía caer nevando en girones. Parecía torpe, pero acertó apartando a manotazos a los elfos que intentaron ponerse a jugar con él. Caían al suelo girando como los paracaídas del diente de león. Y con ellos caía mi bolso, mi carpeta, mis llaves. Golpeaban el suelo con golpes de plumas o de metal.

Cuando el trasgu se cansó de bailar, recogí las llaves, pero los duendes jugaron a engordarlas para que no entrasen en la cerradura, todavía quedaba un trozo de bocacalle más, pero esas llaves no iban a caber. Además, no tenían la misma forma. Abrir la puerta les iba a hacer gemir y llorar.

Los lobos que ahora bostezaban molestos por los tacones, porque que les habían sacado de la siesta y les habían hecho acercarse a mi guarida, rechinarían los dientes con la cerradura.

Y el cordero que dormía bajo la manta de mi cama, dejaría de soñar y me esperaría despierto. Despojado de su lana, dispuesto a aullar a coro con los lobos que quedarían fuera de casa. Sólo si no entraban.