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Primer amor

Así que nos fuimos de camino a casa por el monte, al principio íbamos hablando mientras caminábamos abrazados, luego, empezamos a parar para besarnos debajo de cada árbol, hasta que en un sitio decidió pararse completamente y sentarse en el suelo. Tiró de mí hasta que quedé sentada encima de él a horcajadas. Estaba igual de nerviosa que el día anterior cuando nos besamos pero ya no podía echarles la culpa a las piernas porque en esa postura apenas las necesitaba. Ahora donde notaba las cosquillas era por la zona del ombligo.

Rubén pasó de acariciarme el cuello y la espalda a tocarme el culo. Las cosquillas cada vez me estaban poniendo más nerviosa, pero no quería decirle que parase. Mucho menos insultarle, como contaba haber hecho alguna de mis amigas. Si acaso le hubiese pedido que me besase más, que me abrazase más, que me tocase más, pero no hizo falta.

Al cabo de un rato me quitó la camiseta y luego se quitó la suya. La puso en el suelo, debajo de su espalda y se tumbó y yo le seguí, encima de él. El contacto con su piel aumentó mis cosquillas, que se extendieron por mi barriga y mi pecho, pero mis nervios habían desaparecido y pude pensar con algo más de calma como para darme cuenta de que el sujetador me sobraba. Y cuando me pidió que me quitase los vaqueros le quité primero los suyos.

Él aprovechó ese movimiento para escurrirse de debajo de mí y dejarme a cuatro patas encima de un montón de ropa mientras él se ponía a mi espalda, me la acariciaba y me mordía el cuello. Me acuerdo de haber arqueado la espalda, y tengo la sensación de que me se escapó un suspiro, porque ese fue el momento en el que Rubén pasó un dedo por mi columna, desde el cuello hasta el límite de mi culotte, y desde ahí llevó la mano al lateral de mi cintura, para meter la mano por dentro y tirar de él hacia abajo.

Me pareció oírle que él también se quitaba la poca ropa que le quedaba, aunque no me atreví a girarme para mirar. Un momento después ya volvía a acariciar mi espalda pero de ahí en adelante tuvo siempre una de las manos por debajo de mis caderas. Al principio me acariciaba las piernas, luego me hacía cosquillas entre los muslos y luego subió hasta tener la mano en mi pubis, y lo rozaba con la punta de los dedos. Yo me había ido incorporando hasta quedarme de rodillas, para que me siguiese besando en el cuello, y me volvió a inclinar la cabeza hacia abajo. Él, mientras, fue deslizando su lengua hacia abajo de mi espalda hasta llegar a ese punto concreto de mi cuerpo desde el que, en ese momento, estaba latiendo toda mi sangre. En ese momento me introdujo un dedo y empezó así a acariciarme también por dentro de mi cuerpo.

Al principio tenía la otra mano apoyada en mi cadera, moviendo mi culo ligeramente de adelante a atrás, pero al poco la quitó, porque me movía yo sola. Metió otro dedo más y creo que aceleré los movimientos, tengo la sensación de que él también se estaba moviendo, que su cadera me daba golpeteos rítmicos a la velocidad de sus dedos, y que sí estaba desnudo. No conocía esa parte de la anatomía masculina, pero tenía una temperatura mucho más caliente que sus piernas y me estaba golpeando los muslos.

A partir de ahí no recuerdo muy bien lo siguiente porque, aunque ya había tenido más orgasmos yo sola, nunca hasta ese momento había pensado que una zona de mi cuerpo pudiese concentrar todo el calor, toda mi sangre y toda mi energía para explotar repartiéndolas en oleadas por todo mi cuerpo.

Después del orgasmo, me dejé caer tumbada boca abajo, sin fuerzas en las piernas. Rubén se tumbó a mi lado mientras seguía acariciándome la piel..

Seguíamos besándonos tumbados pero me agarró para dejarme otra vez sentada encima de él. Yo le acariciaba el pelo, le tocaba la piel del hombro y del pecho y le mordía el cuello.

Me maravillé con ese contacto, con esa piel, con su piel, que era mía. Podía hacer con ella lo que quisiese, morderla, lamerla, pellizcarla, arañarla… y todo gracias a ese maravilloso pacto del sexo. Todos esos verbos de los libros antiguos como poseer, pertenecer, ser dueño… cobraban de repente sentido. Su piel era mía. Esa piel que brillaba y que parecía más dura, hecha de alguna piedra preciosa o de algún metal, pero que en cuanto la acariciabas te dabas cuenta de que estaba untuosa y era elástica, se adaptaba a cualquier marca que le quisieses hacer, con los dientes o con las uñas.

El olor de su piel también había cambiado, era más denso y, al mismo tiempo, más dulce y más amargo. Tenía una combinación entre animal y metálico, o mineral, que consiguió que, más tarde en mi cama, yo me pasase lo que quedaba de noche persiguiendo por la almohada ese rastro que dejaba yo misma con su olor sobre mi piel.

Y algo parecido se podía decir de su mirada, tenía un toque de fiera recién despertada que me hacía estar constantemente en tensión. No había sido así de consciente de esa sensación hasta que desenroscó mis piernas de su espalda y me levantó ligeramente para dejarme sentada casi en sus rodillas. Me cogió la mano y le llevó hacia su cuerpo para que le masturbase. Colocó mi mano y cerró la suya encima mientras la movía rítmicamente.

Estaba inclinado hacia atrás, con la otra mano apoyada en el suelo. Fue soltando poco a poco la mano que rodeaba la mía, iba perdiendo firmeza a medida que yo me movía con decisión propia. A veces algo más deprisa, a veces más despacio pero agarrándole cada vez más fuerte. Sentía la necesidad de identificarme con lo que fuese por lo que él estaba pasando, tenía que tocarle y notar cada nervio de debajo de su piel, cada vena, cada bombeo de sangre. Esa zona de piel también era mía y cada gemido suyo vibraba en mi garganta.

Seguí acariciándole guiándome por los sonidos de su respiración. Cuando se apoyó en las dos manos dejó caer la cabeza hacia atrás y se le escapó un gruñido ronco, casi animal. Le oía emitir suspiros rotos, rasgados por la boca abierta y seca. Otras veces levantaba la cabeza para mirarme y abría mucho los ojos mientras gemía despacio. Fue en uno de esos momentos cuando noté que la piel que estaba acariciando se había vuelto más tensa. A continuación noté los latidos de la sangre y luego unas contracciones más que dejaron el eco de un gemido en el aire y mis manos mojadas. No me atreví a sentarme encima de él en ese momento, así que lo recliné hacia atrás y me tumbé a su lado mientras secaba mi mano en la hierba esquivando la camiseta.

Miró para mí, levantó trabajosamente la cabeza con los labios entreabiertos y me acerqué a darle un beso. Tenía los labios muy blandos y lisos y su lengua lamía muy suavemente la mía. El olor de su piel había cambiado, olía a sudor, pero ningún sudor había olido nunca tan bien. A la mañana siguiente, en la ducha, cada chorro de agua caliente que caía sobre mi pecho despediría un vaho que olía a eso, a él. No quise que esa ducha acabase nunca, absorbí todo el aroma que pude, porque me aterraba pensar que estaba aclarando su olor y que igual era la única vez que estaba en mi piel.