Un día en la vida de Manolo (introducción)

Manolo ve, al entrar esa mañana en la comisaría, la puerta del inspector jefe abierta. Como siempre que eso pasa, camina más silenciosamente. Incluso, desde que se anunció hace un par de semanas que quedaba la plaza de otro inspector jefe libre y que les podía tocar el ascenso a varios de la oficina, da los pasos silenciosos cerrando al mismo tiempo los ojos. Al terror de que su superior le llame para amonestarle por algo, se le unen las ganas que tenía del ascenso, pero seguro que se lo acababan dando a algún chaval recién salido de la academia, que ha hecho kárate, kung fu y boxeo con técnicas de kungchiflinas que los veteranos no necesitaron nunca, porque antes lo único que hacía falta era no ser maricón, tener los cojones bien puestos y un buen capitán que te animase a repartir ostias.

– ¡Martinez!

– Sí, señor, ¿Me ha llamado?

– Sí, ¿Qué tal va lo de esta tarde?

– Muy bien, señor, como usted pidió, a las 17 estará el equipo listo para salir de aquí, a las 18 colocado y probablemente a partir de las 20 probablemente ya nos haya tocado entrar en acción. Maldito lenguaje bonito, con lo fácil que era antes decir que ya estaríamos aporreándole la cabeza a algún hippie.

– ¿Sí? Muy bien, muy bien…

– Gracias señor. Su sonrisa es perfectamente visible, el ascenso es mío, mañana le invito a unas copas y lo tengo ganao.

– ¿Y ninguno de sus oficiales se ha quejado?

– No, señor, ¿por qué… se iban a quejar?. La cara de Manolo parece un poco más blanca y la sonrisa y el ascenso más difuminados.

– No sé, están todos los inspectores informándome de que se están quejando los oficiales y usted era el único que no había dicho nada. Pero bueno, será porque usted no deja que le rechisten. Mientras lo hagan bien no me voy a quejar.

– Claro, señor, por supuesto, como siempre.

 

Tras salir del despacho Manolo se va resoplando al bar de enfrente.

 

Muerde